Joan MV Pons. Responsable Evaluació AQuAS
La medicina, que es una ciencia imperfecta (por eso lo del arte), pero también un oficio, ha tendido siempre, quizás más por lo segundo que por lo primero, a actuar, a hacer algo, a pesar de que ello no sirviera para nada, causara un grave perjuicio (las sangrías) o, si tenía un efecto beneficioso, éste no se aclarara hasta muchos años después (la misma vacuna de la viruela de Jenner). Hacer, para mostrar que algo se ha hecho o, aún más, añadiendo sucesivas intervenciones, para mostrar que se ha hecho todo lo que se podía hacer. ¿Por qué ese afán de hacer y hacer más cada vez?
Las razones pueden ser varias. Una, bien simple, vinculada al oficio y a la práctica privada (las de seguros privados), es que, si te pagan por hacer, acabas haciendo más de lo necesario, especialmente pruebas diagnósticas. Siempre con la mejor intención, para no olvidar nada, recoger la máxima información, incluso para cubrir cualquier posibilidad remota de un diagnóstico inverosímil. La medicina defensiva surge de aquí y se da más en los países sobrados de abogados donde el temor al litigio -fundamentado por una casuística creciente- lleva a una inflación de pruebas y más pruebas. El caso del Dr. Daniel Merenstein, un residente de 3er año, con un paciente y el PSA, es bien notorio (lo pueden leer en “Winners and Losers”, un artículo de la Sección “A piece of my mind” de JAMA).
No deja de ser un visión que descuida completamente la otra cara de la moneda, como si las pruebas diagnósticas fueran inocuas, como si, dejando al margen las radiaciones ionizantes de muchas pruebas de imagen, no hubiera el riesgo de falsos positivos, de falsos negativos y las consecuencias que de ello se pueden derivar. Algo parecido con la infinidad de pruebas analíticas y de biomarcadores al alcance. No hay prueba perfecta que discrimine con el 100% de precisión, como tampoco lo es la misma naturaleza humana, siempre heterogénea hasta los extremos (afortunadamente muy poco frecuentes).
Es suficientemente conocido que, cuando más variables se exploran, mayor es el riesgo de encontrar resultados significativos simplemente por el azar. Por eso la necesidad de corregir el nivel de significación estadística (la famosa «p») en estudios con comparaciones múltiples, como pueden ser los genéticos donde se analizan un montón de polimorfismos. Muchos de estos estudios genéticos de amplio alcance, generados más por la oferta tecnológica y su coste cada vez más bajo, que por una hipótesis previa (auténticas expediciones de pesca), para descartar el puro azar, deben aplicar valores extremadamente bajos de significación estadística. Con la proliferación de pruebas de imagen, con un nivel de resolución cada vez más alto, se habla ahora de los «incidentalomas» para denominar aquellos hallazgos casuales, asintomáticos, que salen buscando otras cosas. Con las implicaciones éticas y prácticas que ello supone. Lo mismo cuando se solicitan pruebas genéticas de manera indiscriminada.
Hay otra razón que se puede esgrimir para explicar este mayor afán por añadir que por sustraer. Los psicólogos y economistas, ámbitos académicos que cada vez se acercan más, hablan de la aversión a la pérdida en el sentido que nos es más impresionante el perdimiento (lo que teníamos y se nos toma o lo que hacíamos y dejamos de hacer) que la posible ganancia. Por eso nos cuesta tan abandonar prácticas, muchas hechas de manera rutinaria, como quien pone el piloto automático, que no nos aportan ninguna información de utilidad o, lo que puede ser peor, pueden suponer un riesgo y un gasto innecesario.
Una medicina excesiva, sin razonamiento crítico al actuar, no puede ser buena ni para los pacientes ni para el sistema de salud. No hay que olvidarse que, al hablar de un sistema de salud, estamos havciendo referencia a un seguro universal (de toda la población) y que esto nos permite repartir los riesgos, de enfermar y financieros, de una atención sanitaria cada vez más costosa. La mayor parte del presupuesto sanitario, sin embargo, está en las manos -figura real, no retórica- de los profesionales de la salud cuando solicitan pruebas o prescriben tratamientos. Cuando las intervenciones (preventivas, diagnósticas o terapéuticas) para un individuo concreto no aportan valor, estamos también malgastando recursos públicos, pues estos son limitados y compartidos.