Joan MV Pons, Responsable Evaluación AQuAS
Hacer, actuar, es irresistible y debe formar parte de la especie humana, como un resorte siempre a punto de ser utilizado, a no ser que se trate de contempladores, eremitas y estilitas (San Simeón). En la medicina y salud pública se temen más las fallidas por omisión, por dejar de hacer, que por comisión. A menudo se actúa pidiendo pruebas analíticas o de imagen, pensando que éstas, fuera de la leve pinchada o de un poco de radiación (bastante más si es una tomografía computarizada), no pueden causar ningún perjuicio, no tienen efectos adversos. Pero no es así. Dejemos al margen de que cualquier prueba innecesaria (que no aportará nueva información y que si lo hace no modificará el manejo del enfermo) es tirar el dinero (de todos). Cualquier intervención médica, preventiva, diagnóstica o terapéutica, del tipo que sea, aporta sus beneficios, conlleva sus riesgos. No puede ser de otro modo. La cuestión no es necesario decirlo, es saber sopesar correctamente los pros y contras y elegir con sabiduría.
El nuevo libro de H. Gilbert Welch «Less medicine, more health1«, el mismo autor de «Should I be tested for cancer?» y el más conocido «Overdiagnosed«, se dedica a desmontar asunciones muy comunes sobre la práctica médica y que conducen inexorablemente a la medicalización creciente que estamos viviendo. Una de estas creencias es que el actuar siempre es mejor que el no hacer nada. Dejemos aparte la capacidad del cuerpo humano (y de los seres vivos) para cuidar de sí mismo, de recuperar la homeostasis por los amortiguadores bioquímicos naturales que tenemos. Voltaire ya lo decía hablando de los médicos del siglo XVIII: «El arte de la medicina está en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la enfermedad». La medicina, sin duda, es hoy en día mucho más efectiva (y segura) que entonces y esto hace que también predomine aún más ese afán de hacer de uso de ella, incluso para cosas menores, realmente banales, que se curan solas.
Hay, sin embargo, otras razones que nos empujan a actuar, para sobreactuar podríamos decir, mucho más allá de lo que sería necesario o conveniente (de nuevo hay que ponderar con cuidado). Por un lado, no hay que olvidar, la medicina también es un oficio, aunque en muchos países -pero no todos- el médico sea cada vez más un profesional asalariado. Lugares como EEUU donde la mayor parte de los médicos tienen un pago por servicio, como la mayor parte de mutuas privadas de aquí, el incentivo lleva a hacer más y más. Incluso los pacientes que pagan su prima de seguro privado deben pensar que haciendo más cosas su dinero da más. Si la financiación de las organizaciones (hospitales, centros de atención primaria) que dan la asistencia es más por actividad que por resultados, no debe sorprender que se persiga más la productividad (output por input), altas, visitas, etc., olvidándose que el tema importante es la calidad del resultado (outcome). Está claro que, como dicen los economistas, los incentivos modulan la conducta.
Al otro lado del Atlántico también predomina la medicina defensiva que hace que se haga todo para que no se escape nada. Aquí no ha llegado todavía la fiebre de litigios que allí se vive, pero estamos empezando a tener muchos abogados que tienen que ganarse la vida como todo el mundo y, como bien se sabe, las denuncias pueden venir tanto por la acción como por la inacción.
Pasa también que los pacientes están acostumbrados a salir de la consulta con algo concreto: una prescripción (mejor un placebo que nada) o una solicitud de pruebas o una consulta al especialista. Piensan que así los tratan bien, cuando muchas veces debería ser lo contrario. Pero mostrar justamente que, después de una historia y exploración bien hechas, hay que esperar, pero observar requiere unas habilidades comunicativas que no se enseñan en las facultades ni durante el periodo de especialización (más bien allí se comienza el entrenamiento en la acción). Para ello es necesario, no hace falta decirlo, tiempo, tiempo de consulta y cada vez parece más escaso este recurso (pues la productividad se mide erróneamente). Puede que sea el hacer una cosa concreta, ni que su utilidad sea mínima o nula, la manera de compensar la pobreza comunicativa o la prisa.
Si pensamos en la historia natural de algunas enfermedades y el término aquel estadístico de regresión a la media, no es de extrañar que uno pueda acabar encontrándose mejor con el tiempo. Desgraciadamente se acaba interpretando -la falacia post hoc ergo propter hoc– que ha sido la intervención recibida, por muy inefectiva que haya sido, la causa de la mejora. Muchas medicinas alternativas y complementarias se fundamentan en esta falsa interpretación causal que, junto con el efecto placebo del terapeuta y el ritual o parafernalia que le rodea, consiguen mejoras espectaculares en padecimientos personales y muy condicionados por el ritmo estresante y competitivo que arrastramos.
Volvamos al principio: el mayor temor a la omisión, al no hacer. Quizás la razón pueda estar por aquel sentimiento, compartido por profesionales, familiares y amigos, de poder decir que se ha hecho todo lo que se podía hacer. Si uno se ha esforzado se puede decir que tiene excusa o coartada. Por ello el uso abusivo de metáforas bélicas en el cáncer y no sólo por el armamento (biológico, químico, nuclear) empleado, sino por el obituario habitual: «Luchó hasta el final». Sabemos muy bien que esta no es la cuestión, sino que el punto crucial está en la muerte que todos quisiéramos: tranquila, sin sufrimiento, rodeado de los seres más cercanos y queridos.
Para contrarrestar esta tendencia a hacer, a hacer más y más, a sobreactuar como decíamos, con lo cual el efecto llamado «cascada» se puede amplificar ad infinitum, profesionales y pacientes deben plantearse una simple cuestión: ¿qué pasaría si no hiciéramos nada?
1 Gilbert Welch H. Less medicine, more health. 7 assumptions that drive too much medical care. Beacon Press. Boston. EUA, 2015